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Cuando nací, la casa estaba ya bien dispuesta y aperada. En la salita había una radiola en donde mi madre escuchaba La violetera, de Sarita Montiel; un armario con toallas y manteles, y dos jaulas de hierro en donde habitaban varias parejas de canarios. En el cuarto de estudio había estado el piano de cola que mi madre, ya crecidita, decidió regalar a la Casa del Niño cuando comprendió que para nosotros, sus hijos, la música no era lo nuestro. Mi padre sustituyó el piano por una máquina de escribir de oficina marca Royal, una mesita de patas largas de…
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