Hace 200 años, la adormecida Guatemala colonial se vio sacudida por acontecimientos lejanos que tuvieron un inesperado impacto en su territorio. La independencia de los EE. UU., la Revolución francesa y “el grito de Dolores” hicieron pensar a nuestras mejores mentes en la posibilidad de abandonar al “antiguo régimen”, el decadente Imperio español, una monarquía de carácter semifeudal, para establecer una República, gobernada por leyes emanadas del pueblo, en la que todos los ciudadanos fueran iguales “en dignidad y derechos”. Eso implicaba la pérdida de algunos privilegios, sobre todo el del monopolio del comercio exterior, para la minoría local directamente beneficiada por el régimen colonial. Por eso, las élites de entonces maniobraron astutamente para lograr una conservadora Independencia sin República, anexándonos, a las primeras de cambio, al primer Imperio mexicano. Incapaces de contener la rueda de la Historia, sin embargo, vieron surgir, muy a su pesar, nuestra primera Constitución, la