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El pequeño K’eb’, de ojos celestes, llegó a mi mundo justo cuando volvía a la vida luego de una cirugía mayor que removió un tumor que me detectaron en el cerebro, que tomó meses en ser diagnosticado y cuya recuperación fue lenta y dolorosa. A K’eb’ lo vimos con mi madre, sin buscarlo, una tarde de agosto de 2014, mientras caminábamos con nuestro perro por un área residencial del centro de la capital. La dueña de una de las casas, al vernos afectuosas, lo escogió dentro de una montaña de gatitos nacidos en la calle y me lo entregó diciendo que sería el gato perfecto para nosotras. Ahora, recordando sus palabras y sus gestos espontáneos, pienso que ni las mujeres que leen las palmas de las manos en las calles de Nueva Orleans ni los ajk’ijab de Iximulew que buscan entender los caminos a través del tzite’ me han dado
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