Viaje a La Antigua
SOBREMESA
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Cuando mis padres anunciaban que iríamos a pasear a La Antigua, nos poníamos contentos, pues significaba ir de aventuras a esa ciudad extraña, de calles empedradas y pequeños jardines sembrados de cucuyuses anaranjados y rosales escuálidos, cuya gracia principal era que adentro había una iglesia en ruinas. Siempre sentí fascinación por la ciudad en ruinas. Quizá porque mis padres se sentían felices al entrar a La Antigua, como transportados a otra galaxia, y nosotros lo sabíamos porque se agarraban de la mano, o por ese afán que tuvo siempre mi padre de educarnos, sin importar edad, hora o día, porque siempre quedaba un espacio para la cátedra de historia del arte a la pléyade de mocosos desesperados y hambrientos sentados como monos en la parte trasera del carro: “Fíjense bien niños, aquí, en donde ponemos el ojo encontramos siempre algo bello”, comenzaba siempre el discurso, y, nosotros, que entonces no
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