Recuerdos de un largo viaje
Éramos felices e indocumentados
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Éramos felices e indocumentados
El grupo llegó a Viena decidido a traspasar la Cortina de Hierro. Gonzalo, el boliviano, tenía contactos para solventar los trámites de visas. Para Marisa, la mexicana, y Lucía, la tica, no había problema con que los checos sellaran sus pasaportes. Yo sí, por eso Gonzalo consiguió para ambos visas volantes. Así entramos los cuatro tiernos veinteañeros con más curiosidad que miedo a un mundo inimaginable. Habíamos coincidido en París por un intercambio y en una noche de bohemia acordamos viajar hacia lo desconocido. Para cuatro chavos latinoamericanos tirados con onda en la Europa de inicios de los años ochenta, la Cortina de Hierro era “el” mito. Nos encantaba la literatura y la política, éramos rebeldes, soñadores y desenfadados. Frecuentábamos teatros y librerías, y al salir nos perdíamos hasta la madrugada en los pequeños bares atestados de universitarios y viejos estrafalarios. Praga, con sus imponentes barrios residenciales y un exuberante
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