La lechuza del tiempo
Me gustaba mucho ese momento del día en el que el sol estaba por ocultarse, podía ver muchos bichitos que estaban escondidos entre el monte y también a varios pájaros que siempre salían a cantar.
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Me gustaba mucho ese momento del día en el que el sol estaba por ocultarse, podía ver muchos bichitos que estaban escondidos entre el monte y también a varios pájaros que siempre salían a cantar.
Cerca de mi casa no pasaba ningún bus y había que caminar. Tal vez no era tanto, pero a mí no me gustaba. No es que no me gustara salir a caminar con mi abuela, es que salíamos muy temprano para la escuela y a esa hora había mucho, pero mucho frío. En el camino tenía que ir bien despierta para no tropezarme con las piedras o palos que se caían de los árboles. La banqueta no estaba asfaltada, la calle sí. Pero mi abuelita decía que era mejor ir en la banqueta y siempre viendo al contrario de los carros, porque así podríamos evitar —Dios no lo quiera, cómo decía ella— cualquier accidente. Lo que sí era bonito era ver a otras personas que salían a correr o andaban en bici… Sí, eso era bonito.
Era raro, porque en la mañana yo podía hacer como si fumaba, así como veía que hacía mi tío, pero cuando regresaba de la escuela, era todo lo contrario; el sol me pegaba fuerte.
Las bicicletas siempre iban sobre la calle y me gustaba verlas, es que yo sabía manejar bici, pero no tenía una. La mayoría de ciclistas que yo veía eran trabajadoras del vivero que quedaba cerca de mi casa. Las veía siempre, por las mañanitas al salir y también cuando regresaba.
Un día antes había llovido y hasta cayó granizo. No era normal, mi abuelita decía que así era la época y que le echara ganas porque pronto estaría de vacaciones.
Íbamos caminando y escuché a mi abuelita hacer como lechuza. Se quitó el suéter y me lo puso sobre la cara. Solo sentía sus manos en mi cabeza, y le temblaban. —Espérame, nena, ahorita te digo qué hacemos—. Empezaron a sonar sirenas de ambulancia, escuchaba ruido de gente vomitando. Me quedé callada.
Carmen salía todos los días a trabajar, entraba a las 6:30 de la mañana. Pero ese día había más neblina de lo normal, tal vez fue por la lluvia tan fuerte que hubo un día antes. Lo cierto es que un camión iba sobre la calle y solo escuchó un ruido, tres veces crujió. Tenía razón mi abuelita, cuando se puede hay que manejar la bici en sentido contrario, por si no te ven, aunque sea intentar tirarte a la cuneta.
La curiosidad me ganó y por entre el suéter de mi abuela logre ver un mechón. Era castaño claro y ondulado, igual que mi pelo. Y empecé a soñarla. Me costó mucho terminar ese año en la escuela y nunca supe qué se sentía andar en bici sobre la carretera; ya nunca me atreví.
Mi abuelita dejó de llegar a la casa, se regresó a la suya. Tal vez se sentía culpable de lo que pasó ese día. Muchas cosas cambiaron. Por ejemplo, mis papás no quisieron ir por mis notas, mi mamá siempre decía que yo era muy distraída y que seguro por eso me pasaban esas cosas. Pero no, yo me daba cuenta. La despistada era ella. Ahora sin mi abuelita que me cuidara, salía sin avisar y nadie me preguntaba nada. Lo mejor es que podía salir a la hora que yo prefiriera.
Me gustaba mucho ese momento del día en el que el sol estaba por ocultarse, podía ver muchos bichitos que estaban escondidos entre el monte y también a varios pájaros que siempre salían a cantar. Cuando de repente, vi a una lechuza sobre una crucecita llena de flores. Ese día había sido la primera vez que salía con mi bicicleta nueva.
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