Las entrañas del poder VII
Follarismos
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Follarismos
Nuestras cámaras se deslizan ahora entre los bailarines captando algunas escenas pintorescas. Aquí, una vieja de facciones tutancamónicas balancea los huesos que le sirven de locomoción y reparte sonrisas disecadas, gravitando del brazo de su esposo, posiblemente un ministro. Más allá, un chino de Taiwán –con la insignia de su país en la solapa– pega saltitos de foca aferrado a la cintura de su pareja y, al tropezarse con la espada que cuelga del cinto de un coronel de Infantería que no ha cesado de eructar hacia la pista vapores de ron, se desvive en inclinaciones y disculpas apesadumbradas.
Cerca de la tarima destinada a los tribunos nos encontramos nuevamente al personaje de la poderosa papada, quien a todas luces tiene dificultades para mantenerse de pie. La cámara lo rodea delicadamente y se aproxima hasta mostrarnos la figura de un hombre con el rostro desencajado y la mirada de susto.
Lo que con toda evidencia parece ser un violento retortijón de tripas le obliga a llevarse las manos al vientre. Cualquiera juraría que un nido de alacranes va a salírsele por el esófago, porque sus ojos están desorbitados y abre la boca para poder respirar. Poniendo mueca de dolor, echa todavía una ojeada al espléndido reloj de pared que decora el frontispicio del salón –el rey de España se lo había enviado cuando firmó el contrato por la compra de tanques de guerra–, mientras exclama para sí: ¡Qué hija de su madre, veinte minutos ya y mi mujer sin aparecer! Impulsado por una urgencia incontrolable, opta por volver lo más rápido posible a los sanitarios, aunque para ello tenga que abrirse paso a codazos. Y es que si no me apuro –masculla–, me cago aquí mismo.
Habría avanzado unos ocho pasos apenas, cuando el salón entero con su parqué, orquesta y bailarines, da una voltereta y queda patas arriba. Se le viene aquí, durante una fracción de segundo, el recuerdo del cordón de su zapato, pero el tufo a estiércol que respira le hace tomar conciencia de que en realidad es él quien ha caído panza arriba en una pradera verde con montañas nevadas de fondo, y que un tropel de vacas lo rodea y observa con curiosidad.
Por momentos los semovientes se transforman en rostros familiares y hasta logra identificarlos. A la izquierda, por ejemplo, asoma el Secretario de Prensa de la Presidencia junto al Ministro del Interior. Ambos se miran con notoria complicidad y se agachan para tomarle el pulso, mientras a la derecha, el recién nombrado embajador ante la Santa Sede, eleva los ojos al cielo y se santigua. Es entonces cuando el Jefe de Estado, bañado en sudores fríos, cae en la cuenta de que el paisaje no le es del todo desconocido y por ello se pregunta, llevándose la mano al corazón: Suiza, oh Suiza, ¿por qué me persigues? (Continuará. La semana que viene, último episodio).
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