Papel de china colorado
sobremesa
Publicidad
sobremesa
Las refacciones a las cinco de la tarde eran una institución en la casa del Callejón Normal. Nada muy elaborado, pero sí, la mesa bien dispuesta y servida: servilletas de tela para los comensales, esencia de café en garrafita, el agua hirviendo, la limonada opaca por el azúcar y la panera con un paño muy blanco y enyuquillado que envolvía las hojaldras y champurradas.
La plática fluía de acuerdo a la lectura de los vespertinos y de la situación política nacional, la que sin variar tenía “color de hormiga” o era “sumamente alarmante”, según el entender de mi padre, quien nunca dejó de escuchar tambores de guerra a la vuelta de la esquina.
La charla no daba para los chismes o los “decires”, pues la presencia de mi padre exigía una conversación seria, de altura, pero al nomás retirarse de la mesa, comenzaba a fluir una plática más relajada y afectiva.
Recuerdo claramente una de ellas, pues casi inmediatamente se bajó el volumen de la conversación y la plática se convirtió casi en un murmullo. Me hice invisible para los adultos, y sin rodeos, saltó la liebre y con ella el relato de la tragedia de la joven Aída, tía de mi padre: su juventud alocada, el embarazo en soltería, el aborto mortal en una botica de pacotilla que quedaba atrás del Teatro Colón, y el dolor y la vergüenza de la familia
Fue mi tía Conchita quien sacó a relucir el tema aquella tarde. Pequeñas pistas, colores que matizaban la historia: el vestido amarillo canario que llevaba puesto Aída el día que visitó la clínica de su padre, el Dr. Ortega, y el doble “tilín tilín” de la campanilla de la puerta de ingreso a su clínica, uno de entrada y otro, inmediatamente después, de salida; debido a su falta de atrevimiento, dijeron, de enfrentar aquella consulta que bien le hubiera podido salvar la vida.
Le habían contado que lo que más impresionaba de ella era la palidez extrema de la joven, “a punto de desvanecimiento”, decían, y unas ojeras oscuras que circulaban sus ojos, como si fuera un mapache.
Decían que dos veces le pidió favor a la sirvienta de su casa que fuera a la tienda a comprarle pliegos de papel de china colorado, los que le cortó en pequeños cuadritos que Aída guardaba en una caja de lata.
Antes del llamado al desayuno familiar, Aída tomaba en sus manos varios cuadraditos de papel de china, lo rociaba con gotitas de agua y los restregaba en sus cachetes y boca para darles color y difuminar, con ayuda del colorete rojo del papel, no solo la palidez de su rostro, sino su embarazo a destiempo y por un momento, la angustia que llevaba en el corazón.
Publicidad
Pretender que somos un país soberano ante Estados Unidos es una utopía, por no llamarle fantasía.
Publicidad