El extenso reportaje del domingo en The New York Times es realmente como para ponerse a reflexionar: ¿Cómo llegamos a esto?. “Killers on a shoestring, Inside the gangs of El Salvador” (Asesinos con poco dinero: Al interior de las pandillas de El Salvador).
Se trata de una alianza de periodismo investigativo entre The New York Times y El Faro, este último un esforzado y claro símbolo del periodismo digital en Centroamérica. Y nos invita a interpretaciones preocupantes sobre el país vecino, como para poner las barbas en remojo, de la Centroamérica norteña.
Pero fuera del amarillismo, la investigación se adentra en las finanzas de estos grupos delictivos: mantienen una presencia en 247 de las 262 municipalidades, y extorsionan al 70 por ciento de los comercios, convirtiéndose la extorsión en el delito de moda.
De acuerdo con un estudio del Banco Central de Reserva, asevera el reportaje, la violencia le cuesta a El Salvador cerca de US$4 mil millones al año, cifra que integra gastos en salud, vidrios polarizados, pagos de seguridad pública y privada y los diversos mecanismos de defensa de hogares y empresas.
Si se trata de mafias, son mafias de los pobres, y tienen de rodillas a las autoridades de Gobernación y Defensa, llevando a El Salvador a una tasa abismal de 103 homicidios por cada 100 mil residentes, mientras que en los Estados Unidos la misma es de cinco por 100 mil.
Tan solo la recolección anual de ingresos de la temible MS-13 es de alrededor de US$31.2 millones, mientras que el número aproximado de miembros de todas las pandillas existentes es de 60 mil miembros, en un país de 6.5 millones de almas.
Ahora bien, si dicha suma se repartiera equitativamente entre los 40 mil miembros de la MS-13 el ingreso per cápita sería muy similar al salario mínimo del salvadoreño, aún cuando bien sabemos que dicho ingreso no es equitativo, e incluso se usa para la contratación de abogados y la compra de equipo bélico y demás herramientas de labranza.
Se comportan como un hormiguero y la mayoría vive en una especie de economía de subsistencia, atados a las redes informales amalgamadas por el cemento de la fidelidad y las cambiantes lealtades; en donde hay muy pocas reglas escritas, y el lenguaje de los símbolos y las amenazas es parte del tejido que une a cientos de jóvenes, que son la carne de cañón y que son además eslabones desechables, con un destino casi ineluctable de “cárcel o cementerio”.
Las ofertas de Trump, si bien demagógicas muchas, nos recuerdan la masiva deportación de los años noventa; la misma buscó el retorno de los ‘“forasteros criminales”’, que aprendieron todas las mañas y estrategias en el mundo globalizado de Los Ángeles o Nueva York.
Contrario a lo que vemos a diario de los grandes capos del narcotráfico, las fraternidades mareras viven en una especie de cooperación y ascetismo, demostrando ello las falsas promesas del dinero fácil cuando se debe vivir en comunidad, tema este que permite elucubrar valiosas reflexiones sobre su futuro.
Y es que, si el dinero fácil de la era globalizada, sin trabajar y parasitario fuera la etiqueta que comúnmente anteponen los expertos sociales sobre estos grupos violentos, la situación es un tanto diferente: se trata de confraternidades, cimentadas bajo temibles y férreas jerarquías, en donde el dinero se gana con tremendos riesgos y una vida de antiguerrillas urbanas.