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Una vieja práctica utilizada por funcionarios públicos y políticos para pagar favores o apropiarse de una nómina inflada artificialmente. Un problema más grave y extenso de lo que se cree y se conoce a ciencia cierta. Aunque no existe información veraz y oportuna por parte de la Oficina del Servicio Civil, el Instituto Nacional de Estadística o el Ministerio de Finanzas que permita determinar la real dimensión de este mal, la trama de corrupción en que han resultado involucrados los miembros de la Junta Directiva del Congreso 2015-2016 no es ni siquiera la punta del iceberg de este problema. Tal y como lo demuestran incontables reportajes periodísticos, anécdotas y quejas ciudadanas ventiladas en los medios, en la historia reciente del país sobran los ejemplos de altos funcionarios del Poder Ejecutivo y Judicial, entidades autónomas y descentralizadas, funcionarios municipales, directivos de fondos y secretarias que se han visto envueltos en el mismo problema sin que haya consecuencias.
El escándalo que sacudió al Legislativo el pasado jueves se ha convertido en una práctica común dentro de la burocracia estatal, teniendo, muchas veces, como mudos testigos o cómplices a los partidos políticos, sindicatos públicos y agrupaciones profesionales. Si bien es materialmente imposible que el MP, la CICIG y la Contraloría General de Cuentas puedan investigar este problema en toda su extensión, profundidad y dimensiones, no debe interpretarse esta falta de evidencia sistémica como la ausencia de la enfermedad. Dado el poder simbólico de lo ocurrido, este es el momento para empezar a arrancar de raíz esta cultura de ilegalidad dentro del sector público guatemalteco. El censo de empleados públicos que hoy realiza el Gobierno va en la dirección correcta. Sin embargo, si este no concluye con una reforma total y profunda de la forma en que se administra el recurso humano dentro del sector público, de poco o nada habrá servido lo que ha hecho el MP y la CICIG. Como mínimo, en el corto plazo, dicho censo debería servir para identificar con precisión la dimensión del problema y guiar las acciones del Gobierno de turno para eliminar todo este gasto innecesario. Mientras siga existiendo este tipo de prácticas y otras formas de corrupción, no tendrá el Gobierno de turno y sus asesores fiscales, mucho menos el Congreso, autoridad moral alguna para pretender aumentar la carga impositiva que recae sobre las espaldas de los contribuyentes.
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