El primero de agosto
Entrada la noche, regresé a casa con un par de tragos entre pecho y espalda y sin haber bailado una sola pieza.
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Entrada la noche, regresé a casa con un par de tragos entre pecho y espalda y sin haber bailado una sola pieza.
Con el viento alocado de febrero llegó la clausura de ciclo en el colegio La Juventud. Chaparro y regordete, ralo el cabello y el bigotón entrecano, don Leonidas fue entregando uno a uno, el diploma con el que el Ministerio de Educación acreditaba la finalización de los años de Primaria. En el patio, los padres escuchaban cómo arriba del estrado cantábamos desafinados, la parodia de una vieja zarzuela: “Adiós, adiós, queridos compañeros…” para luego entrar al bachillerato en el Instituto Nacional Central de Varones. Ese primero de mayo me encasqueté el pantalón de dril verde olivo, después la guerrera con los botones relucientes por el Sidol, me coloqué de medio lado el birrete y rechinando los botines enrumbé por la novena calle. Como “pollo comprado”, formé filas con un grupo de patojos en un amplio patio protegido por cuatro esbeltas araucarias. El secretario con voz tonante, leyó la orden
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