Los adioses
Lado B
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Lado B
Al final de cuentas, el coronavirus no es otra cosa más que las pérdidas, el silencio de las habitaciones, el aislamiento, la angustia, la espera. Los amigos o los seres amados que se van como otros muchos que se fueron, víctimas de otras tormentas. Queda la amenaza, las horas muertas, el desconsuelo, el insomnio, la lluvia que oscurece la tarde y golpea las ventanas, la tristeza…
Este fin de semana sobrellevé la pérdida de dos amigos, dos hermanos, dos seres demasiado arraigados a mi infancia, a mi juventud, a tiempos y lugares que atesoro en la memoria para siempre…
Tendríamos dos años, cuando con mi primo José Fernando Rendón fuimos (o más bien, nos llevaron) a conocer el mar. Ambos lloramos, chillamos, berreamos, aullamos. Yo, porque me asustaba demasiado la inmensidad. Él, porque mi tía Tití no lo dejaba revolcarse en la arena y en la espuma. Siempre fue más intrépido que yo, para todo. Siempre me empujó de pequeño hacia la aventura. Tiempo de bicicletas, de raspones, de trompadas, de escapadas hacia los llanos, los barrancos y los cerros. Demasiadas imágenes perdidas en los álbumes familiares, retenidas en el recuerdo de una ciudad arruinada. Ahí estamos los dos, casi de brazos, vestidos de cucuruchos, cargando los Viernes de Dolores la procesión de los más pequeños. Ahí vamos retozando por calles y avenidas, patinando por los parques. Ahí estamos viendo películas prohibidas y gritando palabrotas en un cine de provincia, apurando un cigarrillo antes de las clases, enamorando muchachas a la salida de los colegios. En algún momento nos perdimos el uno del otro, escogimos, por así decirlo, rutas diferentes, a ratos opuestas. Pero siempre que nos encontrábamos, nos dábamos un abrazo muy fuerte, como dos sobrevivientes del temblor y del derrumbe.
A Camilo Toledo y a mí nos gustaban las canciones de Los Brincos, las cantábamos a gritos por los correderos del Constancio C. Vigil. Nos dejaban castigados luego de las clases, por rocanroleros, por peludos, por rebeldes sin causa, por gritones. Juntos asistimos al primer concierto de rock de nuestra vida y ahí, lelos y desubicados, escuchamos al Plástico Pesado en el Estadio Pensativo de la Antigua. Teníamos 12 años, pero ya estábamos dispuestos a vender el alma por la música. Caminamos la Ruta de la Onda juntos. A él talento le brotaba a borbotones. A mí no, lastimosamente. Fue al primero de mis amigos al que vi subido en un escenario, tocando un bajo, el instrumento que lo acompañó para siempre. Era un músico intuitivo, pero sorprendente. Se pasaba horas tratando de comprender las escapadas de John Paul Jones y de Jaco Pastorius. Fueron demasiadas tardes escuchando discos hasta al cansancio, vagando sin rumbo por las calles de La Antigua, enfrascados en pláticas jocosas y medio delirantes. En un cuento de mi libro ‘Los años sucios’ se llama Carlos, que era su primer nombre. Del jazz y el rock se fue al merengue y ayudó a construir el sonido de la Guatemala de los años ochenta. Lo hizo con maestría y solvencia. Se fue a vivir a Maryland, donde murió el sábado pasado, atacado por este virus de mierda. Nos comunicábamos de vez en cuando por Facebook, me preguntaba por los amigos, por La Antigua, por la música…
Con José Fernando y Camilo se va mucho de lo que fui, presencias y memorias que se esfuman en esa inmensidad que me asustaba de pequeño.
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El sudafricano Giniel de Villiers (Toyota) conquistó la quinta etapa del Dakar-2021 en coches, cuya clasificación general sigue liderada por el francés Stéphane Peterhansel (Mini).
La AEU de 1972 reprodujo impreso el texto de todas esas canciones –sin dar los créditos a la Estudiantina– a partir del cual esa letra pasó a ser conocida y cantada por muchos.
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