La magia del fiambre
SOBREMESA
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A mediados de noviembre, cuando ya todos nos habíamos cansado de comer fiambre, y la casa había perdido el olor tan especial de la época, entre anís de butifarra, moliendas de perejil, jengibre y tomillo fresco, comenzaban a llegar de vuelta los azafates en los cuales mi madre había mandado a obsequiar su fiambre. A nuestro entender de niños, el regreso de los platos era como la continuación de la fiesta, de la comelona tan esperada, porque la costumbre de antes era devolverlos caon alguna golosina u obsequio, como muestra de agradecimiento, junto con una tarjetita manuscrita en perfecta caligrafía. Mi madre leía las misivas en voz alta, notas afectuosísimas por la deferencia, “por haberse recordado de esta anciana que ya no sirve para nada” o “por tu constancia y devoción, Mariíta, de deleitarnos cada año con tu excelente fiambre”, “porque no hay como tu sazón”. Siempre la llamaron así,
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