Por las venas de la Nueva Flor
EL BOBO DE LA CAJA
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EL BOBO DE LA CAJA
No hace mucho, caminando sobre uno de los más importantes pasos a desnivel de la ciudad africana donde resido (acá las carreteras, incluso las principales, son asimismo rutas de indiscriminado uso peatonal) me rebasó un motorista sólo para frenar en seco algunos metros más adelante. Puso el pie en tierra, sacó de la bolsa del pantalón su celular y se puso a conversar como si estuviera en casa. Normal.
Seguí andando y poco después, justo en la mitad del mismo puente, hay un espacio en donde el camellón central desaparece. Algunos vehículos aprovechan el resquicio para doblar en U del carril en el que van al otro, que conduce en dirección contraria. Por supuesto, cada vez que esto ocurre se forman unos atolladeros demenciales; pero qué pisados: así son las cosas en esta capital, denominada por los lugareños –en su idioma– la Nueva Flor.
Habiendo llegado ya al otro extremo se me aproximó un tipo que iba a pata, igual que yo. Recuerdo su camisa color amarillo chillón. Aclaro que, aquí, que se te acerque alguien no es motivo de alarma como en nuestro convulso valle de balas y lágrimas, donde bien podría tratarse de un asaltante o, peor, un sicario. Nel. En esta urbe se respira mucho más esmog pero mucho menos violencia.
El sujeto en cuestión no hablaba inglés, ni español, y como yo tampoco soy capaz de comunicarme en la lengua vernácula me extendió un papelito que explicaba sus intenciones. Al terminar de leer sentí asombro, ternura y admiración. Contuve una carcajada. Casi no lo podía creer.
“Poseo un talento excepcional”, comenzaba el texto. “Soy capaz de quedármele viendo fijamente al sol durante más de cinco minutos sin pestañear ni dañarme las pupilas. Estoy buscando cómo contactar a los de Ripley para que documenten y certifiquen mi caso. ¿Podría usted ayudarme?”. Abajo, dibujitos y diagramas que ya no me detuve a observar con detenimiento.
A duras penas, entre señas y frases truncadas conseguí hacerle entender que no, que no tenía idea de cómo echarle una mano para lograr su propósito. Terminé sugiriéndole nada más que fuera a algún cibercafé porque, seguro, segurísimo, la dirección la encontraba online.
Me sentí dichoso de que la vida me obsequiara una anécdota así, de esas que te hacen el día, la semana, el mes; y compensan con creces el hecho de estar viviendo en el culo del mundo, rodeado de corrupción, abuso de poder y miseria. Historias que bien puede uno evocar años después, contándoselas a los nietos.
Lo usual, sin embargo, es desplazarme no a pie sino en bicicleta, del mismo modo que venía haciéndolo en Guatemala desde que retomé el hábito hace veinte años precisamente, a finales de 1997. No es fácil ni es seguro hacerlo acá, sobre todo porque la gente que maneja es imprudente, distraída y torpe. Los fuereños que conozco se me quedan viendo anonadados: Un loco suicida, han de pensar antes de soltar la frase invariable, de rigor: “Deberías tener cuidado”.
Tené cuidado, tené cuidado, tené cuidado… ¿Cuántas veces habré oído la misma cantaleta? Yo les explico que las calles de Guate, con su dosis de hostilidad y desprecio por la vida, son como un acto de graduación con diploma incorporado que te acredita para moverte sin mayores sobresaltos en cualquier otra ciudad del mundo.
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