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Conocí a Amos Oz en noviembre de 1976, en mi primer viaje a Israel. Fui a visitarlo en el kibutz Hulda, donde estaba desde los catorce años. (Su madre se había suicidado dos años antes). Su primera novela, de título intraducible en español (Quizás en otro lugar sería lo más aproximado), había provocado una gran controversia en su país porque en ella hacía un minucioso análisis de la vida en esos pequeños recintos idealistas –los kibutz– que perseguían, como dijo irónicamente años más tarde, “crear gentes buenas y sanas, sin sospechar siquiera que los seres humanos no somos ni buenos ni sanos”. Vivía modestísimamente en una casita de madera y tenía que levantarse al alba para trabajar en el campo con sus manos. Pero estaba muy contento porque los dirigentes de Hulda le permitían dedicar las tardes a escribir. Era joven, optimista, incansable y creo que desde el primer momento
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