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Hace once años, un grupo de gente que pensó en el prójimo, quería abrir un hogar para adultos mayores, declarados en abandono. El nicho de prójimos a asistir, era inmenso y esa pequeña obra, tendría espacio, apenas para una veintena de “viejitos abandonados”; en Guatemala, los adultos mayores –en esa triste condición– superan los trescientos mil, de modo que el primer capítulo de Casa de Misericordia, representaba –solamente– una insignificante gota de esperanza y solidaridad, en medio de un océano colmado de indiferencia y miseria… un entorno hostil, para el vulnerable que hace que así cómo la mitad de nuestros adultos mayores vivan en el abandono, también la mitad de nuestros niños, menores de cinco años, padezcan los efectos espantosos y perpetuos de la desnutrición crónica. Ante la inmensidad del problema: ¿Había que lamentarse… como tantos otros, pensando que era imposible ayudar, o era mejor empezar –con fe– aunque el
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