Un domingo como cualquier otro, Roberto García descansaba junto con su familia en una pequeña casa en la aldea San Miguel Los Lotes, Escuintla. Acostumbrados al rugir del volcán de Fuego, al retumbar del suelo y de vez en cuando al olor a azufre, su vida transcurría con normalidad. El polvo y la ceniza que descendían del volcán era común en los últimos años, nada por qué temer, ningún movimiento extraño, ni alertas, ni sirenas ni evacuaciones, hasta que aproximadamente a las 15:30 horas, vecinos de los poblados más altos comenzaron a correr huyendo de una nube ardiente que los intentaba absorber. Roberto levantó en brazos a su sobrina, una niña de apenas ocho meses, y escapó de lo que después se enteró era un flujo piroclástico, el cual consumió su poblado y lo dejó inhabitable. “Yo solo corrí duro”, dijo el hombre, que rescató a su sobrina, y que