El otro riesgo importante para la estabilidad es la aceleración de la tasa de inflación. La tasa anual de inflación, que rondara el 10 por ciento en 2022, supera por mucho las metas del Banco Central y el promedio histórico de años recientes. Es justo decir que esta tasa de inflación se explica más por factores externos, fuera del control del país, que por factores internos. Los efectos de la invasión rusa a Ucrania sobre el suministro global de granos y petróleo, sumados a crecientes grados de incertidumbre en los mercados internacionales derivado de múltiples factores de tipo geopolítico, provocaron una importante alza en los precios de diversas materias primas que golpearon a la mayoría de países del mundo, incluida Guatemala. Afortunadamente, estas presiones del lado de la oferta han ido desapareciendo gradualmente. A esto se añade el aumento de las tasas de interés de las principales economías del mundo con el objetivo de reducir sus niveles de consumo e inversión. Este aumento ha provocado ya una importante desaceleración en las tasas de inflación en esos países y en la escalada de precios internacional, comportamiento que en el caso de Guatemala se empieza ya a manifestar.
Despareciendo este factor de perturbación externo, la tasa de inflación doméstica se reduciría gradualmente durante el 2023 hasta alcanzar sus niveles usuales a finales de ese año. Las medidas adoptadas por los países desarrollados acabarán con el fantasma inflacionario a costa de dar vida al fantasma de la recesión. Es muy probablemente una contracción económica mundial de moderada a severa en 2023, que se vería materializada en una alicaída demanda por las exportaciones del país. En la medida que esta recesión afecte al mercado laboral de EE.UU, las remesas sufrirían un impacto negativo. Sin embargo, lo más probable es que sigan creciendo durante 2023, aunque a ritmo menor.
De no haber ningún sobresalto en el ámbito político, a nivel doméstico, o en las condiciones internacionales, se esperaría que el año 2023 transcurriera sin mayor novedad. Si esto sucede, es muy probable que la inflación siga en su proceso de convergencia hacia sus niveles habituales, la tasa de crecimiento se situaría cercana a su promedio histórico; la creación de empleo productivo crecería relativamente poco; el déficit fiscal y la deuda pública seguirían creciendo pero dentro de márgenes, todavía, controlables; las exportaciones, probablemente, pasarían un momento complicado a causa de la debilitada situación económica de los socios comerciales; y las remesas seguirían creciendo, aunque probablemente a un ritmo menor. Situación que, en principio, resulta alentadora dados los riesgos existentes, pero que de cara a las necesidades de largo plazo, resulta a todas luces insuficiente.
Dicho esto, los riesgos que afrontará la economía el próximo año dependen más de la forma en que discurra la campaña electoral y el ambiente que prevalezca alrededor del cambio de autoridades, que con aspectos productivos, de infraestructura, inversión, consumo o ingresos. Dicho de otra forma, son más peligrosos los efectos que puede tener un convulso e impredecible proceso electoral sobre el ánimo y expectativas de inversionistas, ahorradores, familias y empresas, que algún deterioro moderado en algún factor económico fundamental. Los “espíritus animales”, optimismo y pesimismo irracional desbordados, están al acecho de lo que suceda en materia política durante el 2023; cualquier alteración sobre el curso “normal” de estos procesos puede provocar un colapso en la confianza que se tiene sobre el sistema o en las expectativas futuras de la economía. Factores subjetivos que, como se ha visto tantas veces en otros lugares, son capaces de provocar profundas y rápidas crisis de las cuales es, luego, muy difícil de salir.