El 13 de septiembre de 1949, dos días antes de que Mario Monteforte Toledo cumpliera 38 años, la Editorial del Ministerio de Educación Pública del gobierno de la Revolución guatemalteca entregó la publicación de su libro La cueva sin quietud, conteniendo 15 cuentos escritos a lo largo de una febril temporada que el autor atribuye en el prefacio a su “entraña” y resume como una “aglutinación sombría y sumario ingenuo” de quien entonces ya se percibía un poco viejo.
Septiembre fue siempre para Monteforte un mes de revelaciones, mágicas y sombrías. Nació el 15 de dicho mes en 1911, entre desfiles militares y solemnes tambores festejando la Independencia patria de la colonia española. Habrá sido por tal signo que fue tan sobradamente independiente y esquivo en sus relaciones sentimentales, porque lo permanente se le sublevaba, como una condena. Siempre anduvo huyendo de sus parejas y se desembarazaba de las raíces, de toda actividad que lo amarrara a la tierra. Mario Monteforte Toledo nació con alas en la imaginación. Y le correspondió morir un 4 de septiembre, en el 2003, en las vísperas de su festejo personal que generalmente terminaba en la celebración del grito de los mexicanos.
El primer ejemplar del libro de cuentos salido con tinta fresca de la imprenta fue el mejor regalo de cumpleaños de mediados de siglo, un libro recién empastado, bajo el cuidado de Bartolomé de Costa-Amic el editor anarquista catalán que revolucionó el mercado editorial guatemalteco en la década democrática. Este libro fue una de sus obras más queridas y acariciadas, ilustrada cada historia con grabados de sus amigos artistas, de quienes se marcharon ese mismo año a París buscando la fama: Arturo Martínez, Jacobo Rodríguez Padilla y Adalberto de León (que se suicidó desesperanzado en el zoológico de la ciudad luz), entre otros. Nombres que pasaron a la historia junto a Monteforte, como generación nacional ilustre. Pero especialmente debía su júbilo a la mancha en la portada realizada por su hija Morena, viva realidad que motivó la ficción en su cuento titulado Dos caminos salen del pueblo (pág 163-186), y es la esencia de su novela posterior Donde acaban los caminos, obra que el nonagenario escritor llevó al cine haciendo gala y demostración de energía aunque ya no logró ver proyectada en la pantalla grande. Con artistas, productores y director recorrió los espacios de su infancia en Sololá, y le pareció todo tan feo y depreciable que subieron los tapalcates en los vehículos de la productora y optaron por el escenario de La Antigua, para llevar a cabo la realización cinematográfica. El paisaje de Sololá había mutado, y la contaminación de anuncios comerciales lo decepcionó.
En dicho cuento fundamental aparece la famosa sentencia o leitmotiv de Monteforte: “Aparte son los ladinos, aparte los naturales”, presente en varias de sus obras. El argumento relata la historia sentimental de un médico blanco que llega a San Pedro la Laguna y se encapricha con una bella joven tzutuhil, descalza y fértil, con quien fecundará a la niña mestiza que dibujó sin saberlo la portada de su entrañable volumen de cuentos. En la realidad, es la historia trascendida del abogado Monteforte recién retornado de París, con un doctorado en sociología, de su expericnai vital a orillas del bello lago de Atitlán, hoy día castigado por las bacterias, la deforestación, con los patos en peligro de desaparecer, rodeado de casas de descanso, invadido de lanchas de motor cargadas de turistas que desafían la fuerza del espíritu Xocomil del lago, ese remolino que traga naves y absorbió la cenizas del escritor esparcidas por sus amigos en el mismo punto donde el agua se tragó a su hija Morena, tras su muerte prematura.
En el cuento Dos caminos salen del pueblo, Monteforte explora la posibilidad del mestizaje como “ley inminente de la unión que levantaría a América de los bosques”, tema que también desarrolla en la novela Donde acaban los caminos, pero donde concluye en el ejercicio de la ficción que tal cosa es una propuesta “absurda”, porque no hay dos estados de vida separados en el tiempo, amarrados a una línea de progreso como sugería el pensamiento romántico, porque no existe un pueblo blanco en el presente y otro tzutuhil en el pasado, los dos mundos son contemporáneos pero en dimensiones diferentes, e intuye el principio de la alteridad.