Pasadito diciembre, entre los vientos helados del norte y los cielos despejados de enero, los panaderos de la pequeña ciudad de Guatemala se daban a la tarea de romper con precisión y cuidado los huevos del pan dulce de manteca del diario, y los de la especialidad del sábado, la deliciosa torta de huevos, llamada por muchos, torta de pajaritos, por sus elaborados diseños de masa de harina, azúcar y manteca que decoraban la torta, complemento perfecto de la cena tradicional chapina de sábado de tamal colorado y chocolate en leche.
En una de las estanterías de la panadería descansaban los canastos de junco colmados de cascaras de huevo rebanadas por la punta, esperando pacientes su destino final, el puesto en el Mercado Central de doña Tona o la casa de doña Lipa en el barrio de Gerona, dos de las muchas señoras que trabajaban el arte de elaborar cascarones a principios del siglo pasado para el Carnaval.
Entonces los cascarones eran muy populares en Guatemala, tanto en adultos como entre niños. Por aquellos días, la fiesta de Carnaval dividía a los citadinos en dos grandes grupos, los que celebraban en las calles y espacios públicos de la ciudad, y los menos, los más copetudos, que lo hacían pomposamente con disfraces elaboradísimos en los salones de fiesta y clubes de la ciudad.
Las fiestas carnavalescas daban inicios a principios de febrero, con la llegada de los cascarones: cáscaras de huevo pintado con añilina de colores, lisos o con ingeniosos diseños, rellenos con finísima pica-pica de papel de china y grano de frijol o anisillo de dulce, para que al agitarlo con la tapadera de papel de china, sonara como un chinchín.
Los canastos repletos de cascarones aparecían en los mercados a finales del mes de enero junto a los de naranjas, piñas y papayas de temporada. En las tiendas de barrio, dentro de los panzones botes de vidrio con tapadera, compartiendo espacio y hermandad con los de besitos, bolitas de miel, quiebradientes y cafés con leche de Mixco.
En una familia tan llena de niños, los cascarones se hacían en casa. Cuando el último pastor del nacimiento quedaba envuelto y empaquetado en el tapanco, entonces podíamos pensar en cascarones. La mesa de la cocina se cubría con periódicos y se comenzaba la pica y pica del papel de china de colores junto a los plateados del empaque de los cigarrillos que fumaba mi mamá. Sentados alrededor de la mesa, salían las cáscaras de huevo, la caja de acuarelas y el vasito con agua para limpiar los pinceles. Un día se pintaban las cáscaras y otro, ya secos, se rellenaban con cucharaditas de picadillo de papel. Luego, el frijol y el parche de papel de china pegado con engrudo y listo. La fiesta comenzaba, a media cocina, entre la olla del cocido, el arroz frito y los ladridos del perro. Nadie quedaba impune. Para los niños, el Carnaval había llegado con el primer cascarón.