Franz Kafka (1883-1924) marcó historia con una obra conmovedora en línea con el absurdo del siglo XX, y en Carta al padre dejó constancia de la profunda angustia que experimentó en vida, aislado y ajeno al oropel de la fama, en una época fascinante como lo son todas. Sólo imaginemos al escritor judío rechazado racialmente por los arios racistas, por los checos nacionalistas que lo acusaban de identificarse con el grupo dominante y también por los judíos marginalizados, porque optó por escribir en alemán, y no en el yiddish étnico o checo. Admitió la postura del silencio, dedicado a observar el cambio de siglo y la decadencia del Imperio Austro-Húngaro, y experimentó la crisis internacional que desencadenó la Primera Guerra Mundial, así como los festejos cuando se logró la independencia checa. Su vida breve fue un tormento, aislado, introvertido y sensible, luchando contra la imposición paterna que le había deparado el destino de continuar al frente del almacén comercial familiar, por su condición de único hijo varón. La autoridad del padre se evidenció en casa como en los profesores en la carrera universitaria, exponiendo su aparente debilidad que sucumbió en la vida pública al sentimiento patriótico del Imperio. Se doctoró en Derecho y luego se dedicó a trabajar en una empresa aseguradora contra accidentes de trabajo, donde presenció la contradicción social y el drama de la clase trabajadora.
El escritor discreto abordó en la ficción los temas de la autoridad y del absurdo afectado por el tiempo escaso que repartía entre el oficio para sobrevivir y el necesario para culminar sus proyectos literarios. Kafka creía que para lograr algo valioso, debía de consumirse escribiendo y le dolía no estar facultado para lograrlo, aunque sí lo hizo, porque no conoció fama ni gloria en vida pero dejó escrito un legado singular que es referencia mundial de Praga. Sus obras están llenas de miedo, de angustia, donde la vida se representa como “esfuerzos de una mosca en la tira de papel engomado”.
En 1919, con tuberculosis e internado en un sanatorio, escribe su aterradora carta al padre, con la intención de entregársela y ajustar cuentas en vida, pero la misma jamás llegó a su destinatario. Franz se la confió a Milena Jesenskà Polak, su traductora al checo. En la extensa carta, recrimina a su padre la injusticia que había tenido con él y con sus trabajadores, recriminando que por su culpa nunca logró realizar una vida matrimonial, y describe las mortificaciones padecidas en silencio por el sentimiento de culpa resultante, y arremete resentido contra su condición personal de “empleado”, derrochando miseria, por vivir en un mundo “inseguro”, donde las cosas no se logran sino simplemente ocurren: “Que en apariencia muchos lo consigan fácilmente no es prueba de lo contrario puesto que, en primer lugar, no son tantos los que de verdad lo logran y, en segundo lugar, no es que, por lo general, esos pocos lo “hagan”, sino que simplemente les “ocurre”; no es, por supuesto, aquel “máximo” del que te he hablado, pero sin duda es algo grande y digno de orgullo (especialmente porque el “hacer” y el “ocurrir” no pueden diferenciarse claramente)”.
Al final de la carta, Kafka siente que su padre se avergüenza de su condición y que lo descubre “no veinte años más rico en experiencias, sino tan sólo veinte años más lamentable”. Está solo en el universo, evadiendo peligros, siendo víctimas de las circunstancias. Y casi al final reflexiona sobre sí mismo: “No tenga nada en la mano, todo está volando y, sin embargo —así lo deciden las condiciones de lucha y la miseria de la vida—, debo escoger la nada”.
El próximo año se cumplirá el centenario de su desaparición, y la lectura de su carta al padre genera inquietud, porque es como leer algo que fue escrito íntimamente para alguien más, como si nos entrometiéramos en lo privado, pero es un testimonio conmovedor.