La casa se despertaba temprano, con el repique de las campanas que en concierto mañanero parecían como que se platicaban de campanario a campanario. Primero las franciscanas, luego la de su amiga Santa Clara, para terminar con los repiques festivos de la Casa Central, las que acompañarían los rezos de las hermanas de la caridad.
Antes que el sol pespuntara, se escuchaban los relinchos del caballito ya viejo y escuálido de la carretela de la lechería San Rafael, último resabio de tiempos pasados. El servicio a domicilio dejaba la leche del día y la vieja carretela jalada por el caballito atravesaba la ciudad sorteando carros, motos y camionetas que vomitaban bocanadas de humo negro. La leche llegaba en tarros de vidrio tapadas a mano con tapitas de cartón la que iba a dar directo a la olla de la cocina, a los quince hervores correspondientes para quedar libre bichos e impurezas.
El desayuno era siempre frugal, con jugo de naranja recién extraído, café ralo de jarilla , frijoles , la canasta de pan de las Victorias y la Prensa Libre colocado en la cabecera, en el puesto de mi padre. Para entonces, la casa olía a café tostado y los canarios en sus jaulas daban sus primeros trinos después de quitarles el franelón que los protegía de la intemperie de la noche.
En la casa, la mañana era agitada y movida. El timbre y el tocador de manita de león no dejaba de sonar: el vendedor de escobones para limpiar las telarañas de los techos, la vendedora de jaleas de fresa cargadas en cajones de madera desde San Lucas y el señor del queso, don Enrique, un campesino de sombrero, botas y ojos zarcos que venía de los Potreros de Cariño, Jalapa, a vender el queso fresco envuelto en hojas verdes y la mantequilla pura enrollada en tusa.
Nadie se aburría en ese ir y venir. Era día festivo cuando llegaba doña Teresa desde San Juan Sacatepéquez con su cargamento de rosas y claveles pinteados rojo y blanco, porque la casa adquiría aromas a pirulí de menta. O cuando el toquido era inquieto y persistente, entonces alguien decía, “como que ya es miércoles”, ya vienen a entregar los huevos.
Pero el más alucinante de estos personajes era don Felipe, el chapucero de ollas y sartenes. Se anunciaba con un silbato largo y sonoro . Lo tocaba tres veces para que los vecinos de la cuadra se percataran de su presencia y tuvieran el tiempo necesario para juntar sus cacharros descompuestos, rotos o tuertos. Se sentaba en un pequeño naquito de madera y ponía en el suelo su bote con fuego y sus tenazas. Entonces, sacaba de una cajita de madera sus barritas de estaño, las que asadas a la llama, las que convertía en una pasta suave, la cual utilizaba para cubrir los agujeros de las ollas, afianzar las orejas y las patas quebradas del repertorio de ollas y enceres de las cocinas vecinas. Después, sacaba una lima inmensa de piedra reluciente y con birllos por donde pasaban los cuchillos y hachuelas las que en un santiamén quedaban listas y dispuestas para picar los menudos y las carnes y hasta para despescuezar de una volada a la gallina o al chompipe de la fiesta.