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De los muchos rasgos diversos del arte de novelar de Mario Vargas Llosa, a quien celebramos al cumplirse el décimo aniversario de su premio Nobel, hay uno que me ha admirado siempre, y es el poder de apropiarse de lo que de primera intención llamaría escenarios lejanos, o escenarios ajenos. Esa virtud excepcional de naturalizar los ambientes extranjeros, la he hallado antes en Graham Greene; y solo para referirme a sus novelas de ambiente latinoamericano, cito El poder y la gloria, que se ubica en Tabasco, en la época del enfrentamiento religioso que siguió a la revolución mexicana; Nuestro hombre en La Habana, situada en Cuba en los años cincuenta, en vísperas de la revolución; Los Comediantes, en Haití, bajo la dictadura de Papa Doc Duvalier; y El cónsul honorario, años setenta, en el nordeste de Argentina. Se podría obviar el tema bajo el alegato de que, en la medida
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