En la sala 25, frente a la puerta de embarque, un display anuncia el destino del vuelo: Nahualcán. Poco a poco, comienza a llegar la varia humanidad que viajará a ese lugar, un impreciso nombre de la geografía mexicana que implica, con vastedad, montañas, costas, desiertos y selvas. Varios jóvenes, cuyo atuendo es universal, homologados por el teléfono móvil, la compulsión del mensajito y los auriculares en los oídos, jeans, tenis y playera. Algunos señores morenos y rotundos, con tenebrosa maleta viajera de agente vendedor. Otros, campesinos que parecen salidos de un cuento de Rulfo, el rostro de arrugas, quemados por el sol antiguo al que se ofrendaban corazones desde lo alto de Tenochtitlán o Chichén Itzá, con raídos trajes de fiesta, los mejores para el raro prestigio de aventuroso viaje en avión, sombreros curtidos al viento, mirada perdida y resignada. Al lado, un muchacho de camisa floreada como si