Un país de limosneros y tacaños
EL BOBO DE LA CAJA
Publicidad
EL BOBO DE LA CAJA
Se me hace un nudo en la garganta cada vez que, aprovechando el alto de los semáforos, o al pie de los túmulos a la entrada o salida de algún poblado en carretera, observo al bombero de semblante mustio y cariacontecido extender con el brazo la alcancía para acercársela a los automovilistas. Algunos dejan algo, unas monedas, lo que les sobra, poca cosa; la mayoría hace vista gorda y suspira con alivio al dejar atrás el rato incómodo, como liberándose de un retortijón en la conciencia. ¿Cuántas horas lleva expuesto a la intemperie? ¿Está en ese lugar por voluntad propia? ¿Quién le dio instrucciones de ponerse ahí? ¿En qué cabeza cabe insultar de modo semejante no sólo la dignidad de una persona, sino el honor de toda una institución? ¿Cómo es posible pasar tan rápido, sin escalas, de ser héroe nacional a un don nadie mendicante y rastrero? Sólo una
Publicidad
Publicidad